Tantos años llevo viviendo
en la misma calle del barrio del Cielo, que me gustaría hacer memoria de
algunas de sus historias.
Allí fue donde el viejo Laureano
se murió haciendo soñar a su par de tortugas sobre las posibilidades del bosque,
y ellas, resueltas a encontrarlo una vez él murió solo y abandonado sobre su raído
y cómodo sillón, la mejor de sus posesiones, tuvieron a bien acompañarlo estrellándose
una y otra vez contra la puerta de su pieza; inamovible esta en su destino de
ser el fin de camino para ellas.
Al viejo Laureano nadie lo
extraño por una semana entera pese a haber vivido en el cuarto de la pensión
por más de diez años.
Tan seco estaba en el fin de
sus días, que no tuvo la naturaleza modo de expandir el hedor característico de
la putrefacción cadavérica para advertir con esto de su muerte a doña Rita, quien
heredó la pensión de su madre con el mismísimo Laureano ya morando en ella; y esta
carencia de descomposición, no ha de entenderse como un signo de santidad, que
como bien es sabido o ha difundido la jerarquía de la iglesia católica, corresponde
a una prueba de santidad. Esta iglesia, la única que en su vida el viejo
conociera más no practicará más allá de asistir a la misa dominical, para
después buscar su almuerzo y algunos víveres para la semana en los puestos que
en el mercado del parque frente a la iglesia que ese día allí se establecían. El
decirse católico, como como tantas cosas más en la vida de cada uno; era para
él una simple etiqueta con la cual identificarse si alguien le llegara a
preguntar sobre sus creencias. Una forma simple de decir: Ey, miren, yo también
pertenezco al género humano, pero, la verdad, fue una previsión pretenciosa e innecesaria,
pues nadie solía hablar con viejo Laureano.
Nadie en los últimos cinco años, después de la
muerte de su esposa Josefina, con quien había llegado a la pensión, jamás le había
preguntado nada más allá de un requerimiento o un formalismo de olvido
inmediato. Ellos llegaron allí, cuando la viuda de su único hijo, Ernesto, los echó
de la casa de la pareja a la muerte de este.
Llegaron a la pensión en
busca de refugio de la intemperie con algunos trastos casi tan viejos como
ellos a esperar la muerte, mientras sobrevivían con la pensión mínima de
Laureano, tras jubilarse después de haber cumplido en un puesto de operario en
la imprenta estatal los requisitos de ley para lograrla.
Doña Rita lo vino a echar de
menos el cinco del mes, fecha en la cual el viejo, tras ir a cobrar su pensión
pasaba a pagarle su mensualidad ya siendo noche, y estando ella, como siempre
estaba, requiriendo unos pesos, fue a tocarle a la puerta y no obteniendo
respuesta, procedió a abrirla encontrando el cadáver.
Se dio cuenta entonces como no
había nadie a quien avisar o quien lamentara esta muerte o se hiciera cargo de disponer
del cadáver.
Valiente problema. Revolcó
entre las pertenencias del viejo y encontró, en la pequeña cómoda un tarro con
algunos ahorros. Los tomó para sí como pago por las molestias.
Al par de pequeñas tortugas
las descargo en el sanitario y en cuanto al viejo, lo levantó y lo puso en la
esquina de la calle en mitad de la noche que terminó por ser la más lluviosa
del año.
Esa noche las aguas
torrentosas venidas del cielo se encargaron de llevar a los caños y estos a los
ríos y ellos al mar toda la basura desechada en las calles por el género
humano.
Hay quienes les gustaría
creer posible, como en el mar, el viejo pudo encontrarse con su esposa, su hijo
y su par de tortugas, mas esto es un imposible. Las cenizas de Josefina y
Ernesto reposan en el cementerio.
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