¿Cómo se puede corregir un error inexistente?
Está pregunta torturaba a Rita, la
dueña de la pensión de la calle del Rocío así llamada por sus húmedos amaneceres,
y por marcar el lugar en el cual todo exceso humano es posible. Allí la
frontera invisible dividiendo el territorio dominado por las pandillas más
numerosas de la comuna.
En las faldas de los cerros de las
nacientes montañas, límites naturales de las mesetas donde los conquistadores
fundaron o se apropiaron de las ciudades indígenas siempre existen estos
cordones de miseria que, de modo coloquial se denominan: chabolas, favelas o invasiones.
Esta última denominación, recordando sus orígenes ilegales por haber sido el
resultado de la toma forzada de tierras baldías o ajenas dando con esto una carga negativa a estos
barrios, así en su génesis, sus
habitantes quisieron tener un sentido de pertenencia y defensa comunal como existió en las culturas nativas prehispánicas;
pero con su origen, de lo nacido en lo
ilegal buscando legalizarse, buscando hacer
primar el derecho que cada uno tiene de
tener donde guarnecerse; pero ahora, de
común solo tienen la miseria de la mayoría, porque en ellos se vive una muestra clara del capitalismo salvaje. Allí la
lucha por la supervivencia se torna avasallante y sólo hay lugar para el
disfrute de los triunfadores, quienes, para el caso, son las bandas delincuenciales
que imponen entre los habitantes sus caprichos como leyes infranqueables y a la
vez son una barrera al acceso para extraños sin arraigo en los mismos.
Mortificaba a doña Rita el hecho de que,
por el temor predominante en todos a inmiscuirse en cualquier cosa diferente a
los propios asuntos; ella actuando en este actuar de esta comunidad marginal había
cargado y dejado abandonado el cadáver del viejo Laureano. El murió en la
habitación de su pensión cualquier día y sentado y tieso le descubrió ella al
ir a cobrar su alojamiento mensual. Como pudo, lo cargo y dejó a su eterno
inquilino en medio de la calle donde una de las lluvias torrenciales de esos
días se había encargado de borrarlo de la memoria de los hombres más no de la
suya, donde a diario se filtraba en sus recuerdos como una neblina pese a los
ruegos e intenciones en sus rosarios matutino y vespertino robándole así la
calma en su transitar hacia una venturosa eternidad siempre soñada como el
premio prometido a su terreno sufrimiento.
No era ya cuestión de reportarlo a la
policía pues, por los ya largos días transcurridos del suceso. Ello implicaría
posibles consecuencias penales. Por lo demás, la policía tampoco llegaba hasta
su calle a no ser protegidos por tanquetas por temor a sufrir las consecuencias
de un enfrentamiento desbordado con las pandillas. La orden para la policía, al
parecer, era tratar de contener que el contagio criminal de este barrio no
cundiera para tratar de evitar se desbordará a otras comunas. Vano intento, esta
prevención era violada a diario por los malandros quienes siempre perneaban los
retenes regándose por la ciudad a cometer sus fechorías e ir luego a departir
en tienduchas del sector o a descansar protegidos por el sentimiento de ser
parte de una manada voraz en sus viviendas del barrio.
Pensó. Lo mejor es confesarlo al
padre Aristizábal, el párroco de la iglesia del barrio: San Antonio.
Allí se dirigió en busca del
religioso y de confesarse.
-Acúsome, padre que he pecado.
-Dime tus pecados hija.
-Encontré en su habitación al viejo
Laureano muerto y por temor a problemas le tiré a la calle.
El cura, sorprendido, frunce el ceño.
- ¿Y cuándo fue eso hija?
-Hace quince días padre.
- ¿Y el cadáver?
-Se lo llevaron las aguas de los
caños. Nadie sabe de él.
-Tienes que reportar su desaparición
a la policía. Vamos, te acompaño.
-Imposible padre. No quiero tener
problemas y recuerde: estoy en secreto de confección.
El cura se sintió atrapado por sus votos,
pero esto no le iba a salir gratis a su feligrés. Exigió Una contribución para el
siempre inacabado atrio de la iglesia al límite de las posibilidades de ella e
ir a ver el cuarto para hacer una oración funeraria por Laureano para otorgarle
su absolución y también pensando que cosa valiosa se podría encontrar allí.
Muy a su pesar Rita hubo de aceptar estas
condiciones para dar paz a su alma con esta indulgencia comprada muy al modo de
costumbres antiguas que, al contrario de Laureano ya muerto en la memoria de
todos, estas tardaban en morir y renacían cuando menos se esperan.
Se dirigieron a la Pensión de
inmediato con el cura Aristizábal armado de su estola sacramental, agua bendita,
incienso e incensario para evitar sorpresas demoníacas y claro, sin olvidar sus
lentes para agudizar su vista por si acaso era factible encontrar en la
habitación algo de interés.
Allí movió los cuatro o cinco muebles
existentes y dio vuelta a cada uno de ellos. El cura sabía de la costumbre de
los viejos de esconder sus pocos bienes de valor entre estos y efectivamente se
dio cuenta que en el tapizado del sillón de Laureano se veía un pequeño bulto
sobresaliendo en su espaldar. Sin pensarlo ni decir nada rompió la tela y
encontró una pequeña caja metálica de galletas de lujo. La puso en el bolsillo
sin decir nada a Rita. Ya habría tiempo en la sacristía para examinarla con
detenimiento. A toda prisa soplo sobre algunas hojas de papel para prender
ligeramente el incienso y lo esparcirlo en la habitación la cual se llenó con
su humo y fragancia mientras entonaba media docena de veces la exhortación del
responso: “Dale Señor el descanso eterno “ a lo que Rita compungida contestaba “Brilla para ella la luz perpetua”
y ya para terminar, después de un padre nuestro y una Ave María pronunciados a la
carrera; mientras esparcía el agua bendita, con lo cual se despedía de Laureano
dándole paz y bienvenida al reino eterno,
también sirvió para despedirse de Rita con la exhortación final: “descansa en
paz”. Esta igual llegaba justa tanto para el alma del difunto como para la de
Rita. Ya de salida en la puerta alcanzó a oír decir a Rita, también como
despedida: “Así sea” para confundir sus voces en un sanador: “Amen”.
Rita se sintió, desde el mismo
momento en que cerró la puerta tras el cura Aristizábal ligera al haberse
quitado un peso de encima que la estaba consumiendo a diario. Tal fue su alivio
que se le cerraban los ojos del peso de su sueño acumulado por tantas horas en vigilia
cavilando sobre si el viejo Laureano no hubiera merecido una suerte mejor, como
haber sido enteradas sus cenizas junto a las de su esposa Josefina. Bueno, ella
ya había pagado por su pena y ya podía olvidarse del viejo haciéndole reclamos
en sus sueños. Se dirigió de inmediato a su habitación saltándose su
acostumbrada comida. Apenas tuvo tiempo de colocarse su piyama y sin rezar su
rosario vespertino se quedó de inmediato dormida con la tranquilidad de haber
actuado conforme a su conciencia. Que importaba que el cura se hubiera
apoderado de la posesión más valiosa de Laureano en la misteriosa caja de
galletas pensando porque ella no lo había visto para tomarla. Ambos en ese momento
disimularon a su propia conveniencia, él de no ser visto y ella de no ver. Sólo
por un momento lamentó no haber sido más pérticas en sus búsquedas previas
dentro de las pertenencias de Laureano; pero bueno, pensó, esta había quedado
en buenas manos e inmediatamente la borró de su memoria, al fin y al cabo, ahora
podría retomar el cuarto para buscar un nuevo inquilino.
Ahora pensaría la posibilidad sugerida
por el padre Aristizábal de dejárselo a Eleuterio, el nuevo seminarista enviado
por el obispo para entrar al servicio de la parroquia. Si bien era cierto que él
tenía que obedecer y amar al obispo, tampoco era cosa de tener un seminarista alojado
de modo permanente en la casa cural y rondando en la sacristía husmeando sus
asuntos. El inquilinato de Rita estaba conveniente situado sólo a tres cuadras
de la parroquia y de seguro la convencía de dejárselo gratis.
Una vez en la calle, después de haber
presidido la oración de difuntos brindada a Laureano en casa de Rita, el padre
Aristizábal se dio cuenta como ya entraba la noche y no era bueno estar deambulando
por las calles del barrio, si bien su sotana Infundía algo de respeto en la
comunidad, también para algunos alejados de la iglesia para quienes la misma
era un objetivo por conquistar y presumir de él ante sus pares de pandilla.
En menos de un par de minutos ya
estaba poniendo doble llave desde dentro a la casa cural y de inmediato se
dirigió hacia la sacristía donde tenía su despacho y escritorio. Encendió la
luz de la lámpara situada sobre el mismo, sacó la pequeña caja de galletas de
marca y edición especial consumida hace quién sabe cuántos años por Laureano y Josefina
con seguridad en ocasión o algún momento memorable en sus vidas digno de este
pequeño lujo. Enfocó la luz sobre la misma sonriendo y preparado a darse por
satisfecho por su hallazgo.
La caja estaba casi herméticamente cerrada
por acción del óxido. Fue necesario ayudarse de su pequeña navaja para hacer
palanca entre su cuerpo y la tapa. Lo primero que vio helo su sangre e hizo que
un sudor frío aflorara en su cuerpo.
Era una estrella de David de seis
puntas rodeada por un círculo y sobre ella la imagen labrada de un macho cabrío.
Símbolo usado por satánicos para presidir sus ritos salvajes.
No se atrevió a tocarla. La miro
sintiendo como su cuerpo se estremecía de temor, rabia y repulsión. Todo al
mismo tiempo. Tomó la pequeña botella donde mantenía el agua bendita usada en
sus visitas sacramentales como la realizada hacia pocos minutos donde Rita. Vertió las últimas gotas en la misma sobre el satánico
símbolo pronunciando un intencionado exorcismo: “Regresa al infierno Satán”.
La cajilla, a su impulso, pareció
tomar vida y cayó sobre el piso vertiendo allí su contenido. Un par de argollas
de oro brillaron en el suelo. Laureano las había enlazado con una cinta. En estas
estaban grabados y casi borrados en forma alterna los nombres de la pareja:
Laureano y Josefina esto como la promesa de un amor jurado para durar más allá
de sus vidas. A su lado también estaba una pequeña bolsa de pana oscura con un
color casi indefinible por los años. La tomo y la palpó. Sintió en su interior
lo que parecían ser un par de fotografías. Muy seguramente serían fotos de su
boda conservadas con ternura para eternizar en ellas el sentimiento de ese
momento.
Las sacó de revés viendo con asombro
como eran unas fotos recién impresas. Dudo antes de voltearlas para mirarlas en
el estado de estupor en el cual se encontraba.
Tomo fuerzas y volteo la primera de
ellas. En esta se veía a Eleuterio, el seminarista al que aún esperaba vestido
con su propio ajuar ceremonial frente a un féretro con su mano levantada como
ejecutando la señal de la cruz. En su desconcierto tomo rápidamente la segunda.
Era su propia imagen con palidez
cadavérica dentro de ese sepulcro.
Sintió como se abría la puerta de la
sacristía. Era el mismo Eleuterio quien alegre le saludaba:
Buenas noches querido padre Aristizábal.
Esto fue lo último que alcanzó a
escuchar el buen cura antes de caer desgonzado en el piso.
RICARDO MUÑOZ
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