CUENTOS DEL CIELO - NODO 02 - EL ERROR INEXISTENTE 🔊



¿Cómo se puede corregir un error inexistente?

Está pregunta torturaba a Rita, la dueña de la pensión de la calle del Rocío así llamada por sus húmedos amaneceres, y por marcar el lugar en el cual todo exceso humano es posible. Allí la frontera invisible dividiendo el territorio dominado por las pandillas más numerosas de la comuna.

En las faldas de los cerros de las nacientes montañas, límites naturales de las mesetas donde los conquistadores fundaron o se apropiaron de las ciudades indígenas siempre existen estos cordones de miseria que, de modo coloquial se denominan: chabolas, favelas o invasiones. Esta última denominación, recordando sus orígenes ilegales por haber sido el resultado de la toma forzada de tierras baldías o ajenas  dando con esto una carga negativa a estos barrios, así en su génesis,  sus habitantes quisieron  tener un sentido  de pertenencia y defensa  comunal como  existió en las culturas nativas prehispánicas; pero con su origen, de lo nacido en  lo ilegal buscando legalizarse,  buscando hacer primar el   derecho que cada uno tiene de tener donde guarnecerse; pero ahora,  de común solo tienen la miseria de la mayoría, porque en ellos se vive una  muestra clara  del capitalismo salvaje. Allí   la lucha por la supervivencia se torna avasallante y sólo hay lugar para el disfrute de los triunfadores, quienes, para el caso, son las bandas delincuenciales que imponen entre los habitantes sus caprichos como leyes infranqueables y a la vez son una barrera al acceso para extraños sin arraigo en los mismos.

Mortificaba a doña Rita el hecho de que, por el temor predominante en todos a inmiscuirse en cualquier cosa diferente a los propios asuntos; ella actuando en este actuar de esta comunidad marginal había cargado y dejado abandonado el cadáver del viejo Laureano. El murió en la habitación de su pensión cualquier día y sentado y tieso le descubrió ella al ir a cobrar su alojamiento mensual. Como pudo, lo cargo y dejó a su eterno inquilino en medio de la calle donde una de las lluvias torrenciales de esos días se había encargado de borrarlo de la memoria de los hombres más no de la suya, donde a diario se filtraba en sus recuerdos como una neblina pese a los ruegos e intenciones en sus rosarios   matutino y vespertino robándole así   la calma en su transitar hacia una venturosa eternidad siempre soñada como el premio prometido a su terreno sufrimiento.

No era ya cuestión de reportarlo a la policía pues, por los ya largos días transcurridos del suceso. Ello   implicaría posibles consecuencias penales. Por lo demás, la policía tampoco llegaba hasta su calle a no ser protegidos por tanquetas por temor a sufrir las consecuencias de un enfrentamiento desbordado con las pandillas. La orden para la policía, al parecer, era tratar de contener que el contagio criminal de este barrio no cundiera para tratar de evitar se desbordará a otras comunas. Vano intento, esta prevención era violada a diario por los malandros quienes siempre perneaban los retenes regándose por la ciudad a cometer sus fechorías e ir luego a departir en tienduchas del sector o a descansar protegidos por el sentimiento de ser parte de una manada voraz en sus viviendas del barrio.

Pensó. Lo mejor es confesarlo al padre Aristizábal, el párroco de la iglesia del barrio: San Antonio.

Allí se dirigió en busca del religioso y de confesarse.

-Acúsome, padre que he pecado.

-Dime tus pecados hija.

-Encontré en su habitación al viejo Laureano muerto y por temor a problemas le tiré a la calle.

El cura, sorprendido, frunce el ceño.

- ¿Y cuándo fue eso hija?

-Hace quince días padre.

- ¿Y el cadáver?

-Se lo llevaron las aguas de los caños.  Nadie sabe de él.


-Tienes que reportar su desaparición a la policía. Vamos, te acompaño.

-Imposible padre. No quiero tener problemas y recuerde: estoy en secreto de confección.

El cura se sintió atrapado por sus votos, pero esto no le iba a salir gratis a su feligrés. Exigió Una contribución para el siempre inacabado atrio de la iglesia al límite de las posibilidades de ella e ir a ver el cuarto para hacer una oración funeraria por Laureano para otorgarle su absolución y también pensando que cosa valiosa se podría encontrar allí.

Muy a su pesar Rita hubo de aceptar estas condiciones para dar paz a su alma con esta indulgencia comprada muy al modo de costumbres antiguas que, al contrario de Laureano ya muerto en la memoria de todos, estas tardaban en morir y renacían cuando menos se esperan.

Se dirigieron a la Pensión de inmediato con el cura Aristizábal armado de su estola sacramental, agua bendita, incienso e incensario para evitar sorpresas demoníacas y claro, sin olvidar sus lentes para agudizar su vista por si acaso era factible encontrar en la habitación algo de interés.

Allí movió los cuatro o cinco muebles existentes y dio vuelta a cada uno de ellos. El cura sabía de la costumbre de los viejos de esconder sus pocos bienes de valor entre estos y efectivamente se dio cuenta que en el tapizado del sillón de Laureano se veía un pequeño bulto sobresaliendo en su espaldar. Sin pensarlo ni decir nada rompió la tela y encontró una pequeña caja metálica de galletas de lujo. La puso en el bolsillo sin decir nada a Rita. Ya habría tiempo en la sacristía para examinarla con detenimiento. A toda prisa soplo sobre algunas hojas de papel para prender ligeramente el incienso y lo esparcirlo en la habitación la cual se llenó con su humo y fragancia mientras entonaba media docena de veces la exhortación del responso: “Dale Señor el descanso eterno “ a lo que Rita compungida  contestaba “Brilla para ella la luz perpetua” y ya para terminar, después de un padre nuestro y una Ave María pronunciados a la carrera; mientras esparcía el agua bendita, con lo cual se despedía de Laureano dándole  paz y bienvenida al reino eterno, también sirvió para despedirse  de  Rita con la exhortación final: “descansa en paz”. Esta igual llegaba justa tanto para el alma del difunto como para la de Rita. Ya de salida en la puerta alcanzó a oír decir a Rita, también como despedida: “Así sea” para confundir sus voces en un sanador: “Amen”.

Rita se sintió, desde el mismo momento en que cerró la puerta tras el cura Aristizábal ligera al haberse quitado un peso de encima que la estaba consumiendo a diario. Tal fue su alivio que se le cerraban los ojos del peso de su sueño acumulado por tantas horas en vigilia cavilando sobre si el viejo Laureano no hubiera merecido una suerte mejor, como haber sido enteradas sus cenizas junto a las de su esposa Josefina. Bueno, ella ya había pagado por su pena y ya podía olvidarse del viejo haciéndole reclamos en sus sueños. Se dirigió de inmediato a su habitación saltándose su acostumbrada comida. Apenas tuvo tiempo de colocarse su piyama y sin rezar su rosario vespertino se quedó de inmediato dormida con la tranquilidad de haber actuado conforme a su conciencia. Que importaba que el cura se hubiera apoderado de la posesión más valiosa de Laureano en la misteriosa caja de galletas pensando porque ella no lo había visto para tomarla. Ambos en ese momento disimularon a su propia conveniencia, él de no ser visto y ella de no ver. Sólo por un momento lamentó no haber sido más pérticas en sus búsquedas previas dentro de las pertenencias de Laureano; pero bueno, pensó, esta había quedado en buenas manos e inmediatamente la borró de su memoria, al fin y al cabo, ahora podría retomar el cuarto para buscar un nuevo inquilino.

Ahora pensaría la posibilidad sugerida por el padre Aristizábal de dejárselo a Eleuterio, el nuevo seminarista enviado por el obispo para entrar al servicio de la parroquia. Si bien era cierto que él tenía que obedecer y amar al obispo, tampoco era cosa de tener un seminarista alojado de modo permanente en la casa cural y rondando en la sacristía husmeando sus asuntos. El inquilinato de Rita estaba conveniente situado sólo a tres cuadras de la parroquia y de seguro la convencía de dejárselo gratis.

Una vez en la calle, después de haber presidido la oración de difuntos brindada a Laureano en casa de Rita, el padre Aristizábal se dio cuenta como ya entraba la noche y no era bueno estar deambulando por las calles del barrio, si bien su sotana Infundía algo de respeto en la comunidad, también para algunos alejados de la iglesia para quienes la misma era un objetivo por conquistar y presumir de él ante sus pares de pandilla.

En menos de un par de minutos ya estaba poniendo doble llave desde dentro a la casa cural y de inmediato se dirigió hacia la sacristía donde tenía su despacho y escritorio. Encendió la luz de la lámpara situada sobre el mismo, sacó la pequeña caja de galletas de marca y edición especial consumida hace quién sabe cuántos años por Laureano y Josefina con seguridad en ocasión o algún momento memorable en sus vidas digno de este pequeño lujo. Enfocó la luz sobre la misma sonriendo y preparado a darse por satisfecho por su hallazgo.

La caja estaba casi herméticamente cerrada por acción del óxido. Fue necesario ayudarse de su pequeña navaja para hacer palanca entre su cuerpo y la tapa. Lo primero que vio helo su sangre e hizo que un sudor frío aflorara en su cuerpo.

Era una estrella de David de seis puntas rodeada por un círculo y sobre ella la imagen labrada de un macho cabrío. Símbolo usado por satánicos para presidir sus ritos salvajes.

No se atrevió a tocarla. La miro sintiendo como su cuerpo se estremecía de temor, rabia y repulsión. Todo al mismo tiempo. Tomó la pequeña botella donde mantenía el agua bendita usada en sus visitas sacramentales como la realizada hacia pocos minutos donde Rita.  Vertió las últimas gotas en la misma sobre el satánico símbolo pronunciando un intencionado exorcismo: “Regresa al infierno Satán”.

La cajilla, a su impulso, pareció tomar vida y cayó sobre el piso vertiendo allí su contenido. Un par de argollas de oro brillaron en el suelo. Laureano las había enlazado con una cinta. En estas estaban grabados y casi borrados en forma alterna los nombres de la pareja: Laureano y Josefina esto como la promesa de un amor jurado para durar más allá de sus vidas. A su lado también estaba una pequeña bolsa de pana oscura con un color casi indefinible por los años. La tomo y la palpó. Sintió en su interior lo que parecían ser un par de fotografías. Muy seguramente serían fotos de su boda conservadas con ternura para eternizar en ellas el sentimiento de ese momento.

Las sacó de revés viendo con asombro como eran unas fotos recién impresas. Dudo antes de voltearlas para mirarlas en el estado de estupor en el cual se encontraba.

Tomo fuerzas y volteo la primera de ellas. En esta se veía a Eleuterio, el seminarista al que aún esperaba vestido con su propio ajuar ceremonial frente a un féretro con su mano levantada como ejecutando la señal de la cruz. En su desconcierto tomo rápidamente la segunda.

Era su propia imagen con palidez cadavérica dentro de ese sepulcro.

Sintió como se abría la puerta de la sacristía. Era el mismo Eleuterio quien alegre le saludaba:

Buenas noches querido padre Aristizábal.

Esto fue lo último que alcanzó a escuchar el buen cura antes de caer desgonzado en el piso.

RICARDO MUÑOZ

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