CUENTOS DEL CIELO - NODO 03 - EL SEMINARISTA ELEUTERIO 🔊



Tras haber cursado sus primeros cinco años siguiendo su vocación sacerdotal en el seminario conciliar de San José, el primero fundado en  el país, tres de ellos  dedicados al estudio de la filosofía y dos más  dedicados a la teología; era el momento de realizar su año de trabajo social, para cual, el obispo le había destinado a servir en la parroquia de San Antonio en el barrio del Cielo, donde el padre Aristizábal oficiaba de párroco.  Terminado este servicio le quedarían dos años más de teología, tras el primero de ellos sería nombrado diacono con derecho a oficiar misas, celebrar matrimonios y presidir entierros y tras el octavo o último ya obtendría el presbiterado u ordenación sacerdotal.

Su llegada del seminario mayor o conciliar de San José que tiene sus raíces en el seminario San Luis, fundado en 1.581 y que funciono por centurias en el colegio San Bartolomé y, dadas su raíz de conciliar, o propagador de la fe en los pueblos conquistados, era obligación de sus antiguos estudiantes conocer y predicar en lenguas indígenas.

El seminario San José junto al museo del Chico fueron donaciones de doña Beatriz Sierra, la hija de don Pepe Sierra, oriundo de Antioquia, región de gentes pujantes y quien fue  el hombre más rico del país de la primera mitad del siglo veinte, quien se daba el lujo de ser el prestamista de los gobiernos de turno a cambio de todo tipo de concesiones oficiales.  

Doña  Beatriz,  al decir de sus empobrecidos herederos, tenía  por costumbre dilapidar su fortuna en casinos europeos y se dio el lujo de regalar respectivamente a la iglesia y al estado estas posesiones con destinaciones específicas por cien años, previsión que a evitado, por ahora, su enajenación por parte de estas instituciones deseosas de acabar con  estas casi invaluables joyas arquitectónicas.

Del seminario llegó Eleuterio cargado de fe y de ilusión a servir a la comunidad del Cielo junto al padre Aristizábal. Había adelantado su llegada planeada para el día siguiente en horas de la tarde, y la verdad sin él saber por qué. Había sido un impulso pensando, tal vez, en compartir una cena y alguna charla agradable con su superior.

Habia encontrado abierta la puerta de la casa cural, cosa extraña de la cual debería prevenir a al párroco dada la ganada fama de violencia del sector y al deslizarse en la sacristía, estando el padre dándole la espalda, le pareció oportuno un saludo en voz alta, solo unos decibeles abajo de un grito, para evitar sobresaltarlo:
- Buenas noches querido padre Aristizábal.
Fue Eleuterio quien quedó paralizado por la sorpresa. El padre Aristizábal quien examinaba dos fotos en sus manos se volteó con rapidez a mirarlo por su inesperado saludo. Los ojos de los dos solo alcanzaron a hacer un contacto visual por un par de segundos. Los del cura con sus parpados y pupilas abiertas más allá de lo normal, los suyos con la cerrada fijación de un águila cuando esta a punto de dar casería a su presa.  

El presbítero cayo fulminado como si hubiera visto en él al mismo diablo.

Que mierda mi diosito lindo. Alcanzó Eleuterio a balbucir entre sus labios.

Perdón, perdón, Chuchito. Pero que carajos ha pasado.

Eleuterio se acercó al sacerdote quien había caído de cara al piso como cae un tronco al ser cortado por un leñador, al darle vuelta para auxiliarlo, vio como empezaba a sangrar por boca y nariz a consecuencia de la dureza del golpe. Su mano aún sostenía un par de viejas fotografías ya casi borradas sus imágenes a causa de los años. En la primera se veía una joven pareja. Era una foto tal vez de los años cincuenta del siglo XX o ya pasado. Que lejos se escucha al decir esto, pero que cerca estaban las añejas vivencias contadas por padres y abuelos.  En la segunda, se sumaba a la pareja en la foto un bebe a quien ella sostenía en sus brazos con orgullo mientras él a ella la abrazaba.

Al dar vuelta al caído alcanzó a escuchar su último suspiro. No era este decir un recurso literario, sino una verdad de a puño. Fue una prolongada inhalación por boca y nariz con una rápida exhalación que dio fin a todo movimiento en el cura. Todo el cuerpo del padre se distendió como el de quien ha alcanzado una plenitud al desconectarse del mundo característico de los practicantes de yoga, solo que para Aristizábal ya era cuestión de un par de horas para que su cuerpo fuera tomado por la rigidez cadavérica.

Eleuterio no se inmuto ante su muerte. Como miembro de la cultura indígena Nasa que habita en el departamento del Cauca, la muerte fue por muchos años algo cotidiano en las batallas libradas por grupos insurgentes y paramilitares que disputaban de modo permanente las tierras plagadas de cultivos ilícitos.

La verdad, su vocación había nacido escuchando misioneros católicos quienes habían traído, además de las escrituras la posibilidad para algunos de cambiar su vida entregando la misma a la vocación sacerdotal y eso era mucha ganancia.

Lo primero fue llamar al obispo quien no salía de su asombro.

- “Como así que el padre Arbeláez murió de un infarto apenas tu ibas llegando”.   “No puede ser posible”. Salgo para allá, mientras tanto, llama una ambulancia, debe ser posible revivirlo.

Cuando su eminencia monseñor Reyes llegó a la casa curul de la parroquia de San Antonio encontró allí la ambulancia. El cuerpo del cura Arbeláez yacía, en la sacristía sobre una camilla con sus manos entrelazadas sobre el pecho y un crucifijo en ellas puesto por Eleuterio en señal de respeto, devoción y recogimiento. Un buen número de vecinos y curiosos inquirían que había pasado con el cura y, además, afuera estaba el sargento de la policía Rivera con un piquete de cinco intendentes de la institución rodeando la ambulancia para alejar a los curiosos y dilatarles el saber de la suerte de su párroco.

Eleuterio sabía bien distinguir la falta de expresión de los muertos donde no se dibuja nunca una sonrisa o cualquier gesto que denotara cualquier emoción o sentimiento tal como ocurre con las figuras de cera de los museos de este tipo, pese a los esfuerzos de expertos maquilladores. Por eso, él llamó también al sargento Rivera a quien había conocido en una cena previa de ambientación a su llegada y los dos congraciaron en su trato.

Monseñor subió a la ambulancia junto al cuerpo y ordeno a la misma partir haciendo aullar su serena para hacer con ello pensar a vecinos y curiosos, como en ella se reproducía la lucha en la cual la muerte le arrebata a la vida a alguno de los por breve lapso suyos, y que la vida solo tiene en su defensa, el número casi incontable de individuos remplazándose unos a otros.  

Así no hubiera crimen en ello por haber sido su muerte natural, el agobiado monseñor pensaba no era buena idea se supiera de la muerte del párroco en el recinto de la casa cural,   y menos en la parroquia san Jose del barrio el Cielo, donde toda muerte aún por natural resulta sospechosa, y donde las mismas autoridades judiciales se niegan a asistir a cumplir su obligación de levantar los cadáveres, los médicos a expedir partidas de defunción para no inmiscuirse en problemas innecesarios, y solo las funerarias, en silenciosa labor, tienen allí el oficio de disponer de los cadáveres, aún de aquellos a quienes nadie reclama y eran incinerados al menor costo posible, lo cual incluía incinerarlos por parejas o tríos, haciendo realidad para algunos de ellos el sueño que en vida nunca les fue posible:  yacer así fuera en este caso sobre una plancha metálica, junto a un semejante pese a la ausencia del calor humano, que para el caso tomaba su lugar las llamas del horno, tal vez como premonición de el eterno destino de su alma.

Hubo comprensión, acuerdo tácito y aceptación entre todos los que   por cualquier circunstancia de la muerte del cura supieron del sitio de su ocurrencia, y, por tanto, la versión irrefutable fue que esta muerte se produjo en la ambulancia camino al hospital.

Ahora, pensaba monseñor, era necesario aprovechar la ocasión para hacer un llamado a la fe en esta díscola comunidad parroquial.

Que la muerte de su clérigo por tantos años fuera para ellos un llamado a la piedad y la humildad entre sus feligreses en su ejemplo de  servicio, y también debía servir la ocasión para dar a conocer a esta comunidad su nuevo guía y, dada la escases de vocaciones sacerdotales, de hombres jóvenes llenos de fortaleza para difundir la palabra de Dios; le pareció pertinente darle una dispensa a Eleuterio para que iniciara desde este mismo momento sus funciones de diacono con autoridad para dar a la comunidad la eucaristía, los sacramentos y consuelo.

Ya a la muerte del cura. Eleuterio, en sus cinco años de estudio en el seminario había demostrado buen juicio y tacto para realizar su labor pastoral. Esto es un tiempo mucho más largo del de la preparación de tantos pastores cristianos con indudables cualidades de oratoria que han hecho de la difusión de la fe, un lucrativo modo de vida proclamando estar iluminados por el espíritu santo.

Presidir la misa de difuntos de su predecesor fue su primera labor como el diacono a cargo de la comunidad del cielo.

Fue tal su orgullo que en un pequeño gesto de vanidad contrato un fotógrafo para dejar así un recuerdo grafico de la ceremonia y, de entre las fotos presentadas a su consideración escogió dos para enmarcar.

En la primera de ellas yacía Aristizábal en su féretro con sus manos enlazadas donde un buen observador podía ver en su mano derecha una modesta argolla. En la segunda, era una foto de él mismo dando la bendición con su mano levantada haciendo la señal de la cruz donde se veía otra argolla similar en su modestia a la que lucia el cadáver del prelado.

Solamente Rita, la dueña de la pensión, al tener oportunidad de ver las fotos pudo identificar las argollas por haberlas visto lucir con orgullo por sus dueños originales por muchos años.

Eran las argollas de matrimonio del viejo Laureano y Josefina su esposa.

Eleuterio usaría la suya por el resto de su vida, si alguien le hubiera preguntado por qué siempre tenía esta argolla, él no confesaría la verdad: pese a haberlo intentado innumerables veces nunca había podido retirarla de su dedo anular, estaba fundida de algún modo a su cuerpo.

Años después, al desenterrar los restos del cura Aristizábal, para colocarlos en un osario, el enterrador vio con asombro como la mano de Aristizábal con la argolla en la misma mantenía la palidez cadavérica de un recién fallecido.

Enterado el obispo de esta extraña condición, hizo guardar en un pequeño cofre a manera de sarcófago la mano del cura e informó de ello al vaticano, para ver si con el tiempo, esta se podía constituir en una prueba de santidad, mientras tanto, enterrada a los pies del altar, cada día presidia las eucaristías de turno oficiadas por Eleuterio en la iglesia de San Antonio del barrio del cielo, quien sin saber cómo, era poseedor de toda la memorio de su antecesor, el cura Aristizábal.


RICARDO MUÑOZ  

Comentarios