Tras haber cursado sus primeros cinco años siguiendo su
vocación sacerdotal en el seminario conciliar de San José, el primero fundado
en el país, tres de ellos dedicados al estudio de la filosofía y dos más dedicados a la teología; era el momento de
realizar su año de trabajo social, para cual, el obispo le había destinado a
servir en la parroquia de San Antonio en el barrio del Cielo, donde el padre
Aristizábal oficiaba de párroco. Terminado este servicio le quedarían dos años
más de teología, tras el primero de ellos sería nombrado diacono con derecho a
oficiar misas, celebrar matrimonios y presidir entierros y tras el octavo o
último ya obtendría el presbiterado u ordenación sacerdotal.
Su llegada del seminario mayor o conciliar de San José que
tiene sus raíces en el seminario San Luis, fundado en 1.581 y que funciono por
centurias en el colegio San Bartolomé y, dadas su raíz de conciliar, o
propagador de la fe en los pueblos conquistados, era obligación de sus antiguos
estudiantes conocer y predicar en lenguas indígenas.
El seminario San José junto al museo del Chico fueron
donaciones de doña Beatriz Sierra, la hija de don Pepe Sierra, oriundo de Antioquia,
región de gentes pujantes y quien fue el
hombre más rico del país de la primera mitad del siglo veinte, quien se daba el
lujo de ser el prestamista de los gobiernos de turno a cambio de todo tipo de
concesiones oficiales.
Doña Beatriz, al decir de sus empobrecidos herederos, tenía por costumbre dilapidar su fortuna en casinos europeos
y se dio el lujo de regalar respectivamente a la iglesia y al estado estas posesiones
con destinaciones específicas por cien años, previsión que a evitado, por ahora,
su enajenación por parte de estas instituciones deseosas de acabar con estas casi invaluables joyas arquitectónicas.
Del seminario llegó Eleuterio cargado de fe y de ilusión a
servir a la comunidad del Cielo junto al padre Aristizábal. Había adelantado su
llegada planeada para el día siguiente en horas de la tarde, y la verdad sin él
saber por qué. Había sido un impulso pensando, tal vez, en compartir una cena y
alguna charla agradable con su superior.
Habia encontrado abierta la puerta de la casa cural, cosa
extraña de la cual debería prevenir a al párroco dada la ganada fama de
violencia del sector y al deslizarse en la sacristía, estando el padre dándole
la espalda, le pareció oportuno un saludo en voz alta, solo unos decibeles abajo
de un grito, para evitar sobresaltarlo:
- Buenas noches querido padre Aristizábal.
Fue Eleuterio quien quedó paralizado por
la sorpresa. El padre Aristizábal quien examinaba dos fotos en sus manos se volteó
con rapidez a mirarlo por su inesperado saludo. Los ojos de los dos solo
alcanzaron a hacer un contacto visual por un par de segundos. Los del cura con
sus parpados y pupilas abiertas más allá de lo normal, los suyos con la cerrada
fijación de un águila cuando esta a punto de dar casería a su presa.
El presbítero cayo fulminado como si
hubiera visto en él al mismo diablo.
Que mierda mi diosito lindo. Alcanzó
Eleuterio a balbucir entre sus labios.
Perdón, perdón, Chuchito. Pero que
carajos ha pasado.
Eleuterio se acercó al sacerdote quien había
caído de cara al piso como cae un tronco al ser cortado por un leñador, al darle
vuelta para auxiliarlo, vio como empezaba a sangrar por boca y nariz a
consecuencia de la dureza del golpe. Su mano aún sostenía un par de viejas
fotografías ya casi borradas sus imágenes a causa de los años. En la primera se
veía una joven pareja. Era una foto tal vez de los años cincuenta del siglo XX
o ya pasado. Que lejos se escucha al decir esto, pero que cerca estaban las
añejas vivencias contadas por padres y abuelos.
En la segunda, se sumaba a la pareja en la foto un bebe a quien ella
sostenía en sus brazos con orgullo mientras él a ella la abrazaba.
Al dar vuelta al caído alcanzó a
escuchar su último suspiro. No era este decir un recurso literario, sino una
verdad de a puño. Fue una prolongada inhalación por boca y nariz con una rápida
exhalación que dio fin a todo movimiento en el cura. Todo el cuerpo del padre
se distendió como el de quien ha alcanzado una plenitud al desconectarse del
mundo característico de los practicantes de yoga, solo que para Aristizábal ya
era cuestión de un par de horas para que su cuerpo fuera tomado por la rigidez
cadavérica.
Eleuterio no se inmuto ante su muerte.
Como miembro de la cultura indígena Nasa que habita en el departamento del
Cauca, la muerte fue por muchos años algo cotidiano en las batallas libradas
por grupos insurgentes y paramilitares que disputaban de modo permanente las
tierras plagadas de cultivos ilícitos.
La verdad, su vocación había nacido escuchando
misioneros católicos quienes habían traído, además de las escrituras la
posibilidad para algunos de cambiar su vida entregando la misma a la vocación
sacerdotal y eso era mucha ganancia.
Lo primero fue llamar al obispo quien no
salía de su asombro.
- “Como así que el padre Arbeláez murió
de un infarto apenas tu ibas llegando”. “No puede ser posible”. Salgo para allá,
mientras tanto, llama una ambulancia, debe ser posible revivirlo.
Cuando su eminencia monseñor Reyes llegó
a la casa curul de la parroquia de San Antonio encontró allí la ambulancia. El cuerpo
del cura Arbeláez yacía, en la sacristía sobre una camilla con sus manos
entrelazadas sobre el pecho y un crucifijo en ellas puesto por Eleuterio en
señal de respeto, devoción y recogimiento. Un buen número de vecinos y curiosos
inquirían que había pasado con el cura y, además, afuera estaba el sargento de
la policía Rivera con un piquete de cinco intendentes de la institución
rodeando la ambulancia para alejar a los curiosos y dilatarles el saber de la
suerte de su párroco.
Eleuterio sabía bien distinguir la falta
de expresión de los muertos donde no se dibuja nunca una sonrisa o cualquier
gesto que denotara cualquier emoción o sentimiento tal como ocurre con las
figuras de cera de los museos de este tipo, pese a los esfuerzos de expertos
maquilladores. Por eso, él llamó también al sargento Rivera a quien había conocido
en una cena previa de ambientación a su llegada y los dos congraciaron en su
trato.
Monseñor subió a la ambulancia junto al
cuerpo y ordeno a la misma partir haciendo aullar su serena para hacer con ello
pensar a vecinos y curiosos, como en ella se reproducía la lucha en la cual la
muerte le arrebata a la vida a alguno de los por breve lapso suyos, y que la
vida solo tiene en su defensa, el número casi incontable de individuos
remplazándose unos a otros.
Así no hubiera crimen en ello por haber
sido su muerte natural, el agobiado monseñor pensaba no era buena idea se
supiera de la muerte del párroco en el recinto de la casa cural, y menos en la parroquia san Jose del barrio
el Cielo, donde toda muerte aún por natural resulta sospechosa, y donde las
mismas autoridades judiciales se niegan a asistir a cumplir su obligación de levantar
los cadáveres, los médicos a expedir partidas de defunción para no inmiscuirse en
problemas innecesarios, y solo las funerarias, en silenciosa labor, tienen allí
el oficio de disponer de los cadáveres, aún de aquellos a quienes nadie reclama
y eran incinerados al menor costo posible, lo cual incluía incinerarlos por
parejas o tríos, haciendo realidad para algunos de ellos el sueño que en vida
nunca les fue posible: yacer así fuera en
este caso sobre una plancha metálica, junto a un semejante pese a la ausencia
del calor humano, que para el caso tomaba su lugar las llamas del horno, tal
vez como premonición de el eterno destino de su alma.
Hubo comprensión, acuerdo tácito y aceptación
entre todos los que por cualquier circunstancia de la muerte del
cura supieron del sitio de su ocurrencia, y, por tanto, la versión irrefutable fue
que esta muerte se produjo en la ambulancia camino al hospital.
Ahora, pensaba monseñor, era necesario
aprovechar la ocasión para hacer un llamado a la fe en esta díscola comunidad parroquial.
Que la muerte de su clérigo por tantos
años fuera para ellos un llamado a la piedad y la humildad entre sus feligreses
en su ejemplo de servicio, y también
debía servir la ocasión para dar a conocer a esta comunidad su nuevo guía y, dada
la escases de vocaciones sacerdotales, de hombres jóvenes llenos de fortaleza
para difundir la palabra de Dios; le pareció pertinente darle una dispensa a Eleuterio
para que iniciara desde este mismo momento sus funciones de diacono con
autoridad para dar a la comunidad la eucaristía, los sacramentos y consuelo.
Ya a la muerte del cura. Eleuterio, en
sus cinco años de estudio en el seminario había demostrado buen juicio y tacto para
realizar su labor pastoral. Esto es un tiempo mucho más largo del de la
preparación de tantos pastores cristianos con indudables cualidades de oratoria
que han hecho de la difusión de la fe, un lucrativo modo de vida proclamando
estar iluminados por el espíritu santo.
Presidir la misa de difuntos de su predecesor
fue su primera labor como el diacono a cargo de la comunidad del cielo.
Fue tal su orgullo que en un pequeño
gesto de vanidad contrato un fotógrafo para dejar así un recuerdo grafico de la
ceremonia y, de entre las fotos presentadas a su consideración escogió dos para
enmarcar.
En la primera de ellas yacía Aristizábal
en su féretro con sus manos enlazadas donde un buen observador podía ver en su
mano derecha una modesta argolla. En la segunda, era una foto de él mismo dando
la bendición con su mano levantada haciendo la señal de la cruz donde se veía
otra argolla similar en su modestia a la que lucia el cadáver del prelado.
Solamente Rita, la dueña de la pensión, al
tener oportunidad de ver las fotos pudo identificar las argollas por haberlas
visto lucir con orgullo por sus dueños originales por muchos años.
Eran las argollas de matrimonio del
viejo Laureano y Josefina su esposa.
Eleuterio usaría la suya por el resto de
su vida, si alguien le hubiera preguntado por qué siempre tenía esta argolla, él
no confesaría la verdad: pese a haberlo intentado innumerables veces nunca había
podido retirarla de su dedo anular, estaba fundida de algún modo a su cuerpo.
Años después, al desenterrar los restos
del cura Aristizábal, para colocarlos en un osario, el enterrador vio con
asombro como la mano de Aristizábal con la argolla en la misma mantenía la
palidez cadavérica de un recién fallecido.
Enterado el obispo de esta extraña condición,
hizo guardar en un pequeño cofre a manera de sarcófago la mano del cura e informó
de ello al vaticano, para ver si con el tiempo, esta se podía constituir en una
prueba de santidad, mientras tanto, enterrada a los pies del altar, cada día presidia
las eucaristías de turno oficiadas por Eleuterio en la iglesia de San Antonio
del barrio del cielo, quien sin saber cómo, era poseedor de toda la memorio de
su antecesor, el cura Aristizábal.
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