TRES DUCHAS EN UN DÍA - CUENTO



Quién dice que aún no somos jóvenes.

Nosotros los de la generación del 73 que estamos entre los 63 y 65 años aún tenemos formas de probarlo.

Bueno, yo al menos lo intento.

Ayer, cuando ya estaba sentado frente al computador en el estudio que mira a la montaña desde donde puedo ver en su ventana que da al oriente con vista a los cerros de pan de azúcar, donde en lo alto de su cúspide, a unos ocho kilómetros en línea recta y trecientos metros más alto se divisa la antena trunca de radio comunicaciones de nuestro amigo Chico, a quien le he preguntado varias veces: ¿Por qué dejaste trunca la antena?  y siempre me contesta: algún día, algún día la voy a terminar.

Es como su otro proyecto con que yo en sus sueños también he soñado. Él  hizo el camino de entrada a su casa en piedras traídas de Barichara que hacen de la misma un espectáculo, quienes conozcan este pueblo maravilla de Santander, donde muchos poderosos del país tienes caserones vacios  esperándolos sabrán de que hablo recordando sus calles de piedra y,  habiéndole sobrado unas largas columnas de este material le he preguntado: ¿Qué piensas hacer con ellas Chico?, él, sin dudarlo un momento me ha dicho: —Voy a hacer una piscina.  En este sueño suyo, yo, siendo un nadador aficionado me veo nadando en ella. Me imagino encalambrado del frio tan verraco que ha de hacer.

Mi concentración se rompió cuando oí un grito de mi esposa desde el cuarto principal que mira al occidente: —Gordo, ven rápido.

Su llamado era angustioso y pensé, ¿Qué pasaría?

Llega y ella me muestra en la carrera siguiente una camioneta estacionada vendiendo mandarinas  cuero de sapo a vecinos de un edificio en esa cuadra. Y me dice: yo quiero, yo quiero. La camioneta está como a cincuenta metros en línea recta y diez pisos mas abajo y parece que está a punto de irse.

Nada que hacer. Órdenes son órdenes. Corro de nuevo al estudio a buscar un pito recuerdo de mi primera carrera de montaña que se nos entregó por si acaso alguno se perdía.

Llego de nuevo a la ventana de la habitación y pito y pito como un loco. Por fin, el conductor de la camioneta me ve y con los brazos me hace señas de ¿Qué quiere? A su vez le hago señas de que me espere y, que cuarentena ni que ocho cuartos,  salgo corriendo dando la vuelta a la media manzana, unos trecientos metros en total y llego con la lengua afuera y procedo a comprar una canastilla de mandarina cuero de sapo. Barata si estaba, lo que es comprar al productor. El hombre me la empaca en un costal y me dice: ¿Se la subo al hombro?, Claro le digo sabiendo que no hay otro modo de llevarlo. Son como unos veinticinco kilos. Debo regresar al apartamento y sudando lo logro. No hay nada como la cuero de sapo, de premio tengo unos callos a la madrileña de almuerzo con jugo de mandarina.

Hoy para no variar mi rutina me levanto sigiloso a las seis y treinta para no despertar a mi señora y a la perra yorkie que duerme entre nosotros, que si se despierta empieza a ladrar y despierta a mi esposa. Lo logro, inicio mi quehacer. Algo de lectura de redes y noticias, una hora de ejercicio, tomar un desayuno frugal pero nutritivo: un huevo duro, un trozo de pan, otra mandarina y un café.

Al cabo se despierta mi esposa quien tiene hoy su turno de comprar lo cual la pone algo nerviosa por que debido a los genios municipales, su turno del viernes coincide con el pico y placa del carro el cual sigue vigente,  con eso, si quiere salir debe hacerlo a pie y hay un pequeño problema. En estas cuadras a diario  venezolanos estan gritando frente a los edificios para que alguien se apiade de ellos y les den de comer y eso puede representar un posible peligro para una mujer sola.

Bueno el día anterior había sido mi turno de mercar  y yo ya  había hecho las compras, solo me quedaron pendientes dos cosas que no había y ella quiere ir a buscarlas.

Mientras pensamos que hacer, voy a tomar mi primera ducha del día después del sudor del ejercicio. Ya frente al computador recibo una llamada de Mauricio a quien le había solicitado conseguirme medio bulto de limones para decirme como el domiciliario venia en camino. ¿Cuándo es le pregunto?

—Son veinte mil pesos.

Ayer no quise comprar limón en el supermercado. Por seis limones me cobraban tres mil pesos y el bulto recibido contiene más de  trecientos.

De nuevo veo la ventaja de comprar al productor.

Subo el limón y en la puerta del apartamento hago siete bolsas de treinta limones cada una para compartirlas con nuestros respectivos hermanos.

Los tres míos están en el mismo edificio y solo es ir a tocarle a sus apartamentos para entregárselas, después de estos me doy mi segunda ducha por prevenir un posible contagio al recibir y manipular el domicilio.

Las tres hermanas de mi esposa y sus padres, por el contrario, están repartidos en un perímetro de unos dos kilómetros. Hay que entregarlos hoy mismo, dice mi esposa. Ella puede salir por que es su día de mercar. Yo si salgo me pueden dar un comparendo por un millón de pesos con lo que saldrían un poco caros los limones.

Entonces me acuerdo:  quienes tienen mascotas pueden sacarlas a pasear en tres horarios siendo el del medio día de 12:00 a 2:00. Se supone que uno pasee a su perro en un radio de cien metros. Pero ni modo. Nos echamos la bendición y salimos yo cargando los limones y la perra en su talego para que sus patas no toquen el suelo y evitar posibles contagios, juntos pesan un jurgo.

Mi esposa hace la primera entrega. De ahí partimos al supermercado a comprar los pendientes del mercado. Ella puede entrar mostrando su cédula. Yo me quedo muy cerca a dos mujeres venezolanas estacionadas allí para pedir ayuda a los clientes que salen con sus compras. Un par de hombres me dirigen miradas de disgusto y algo de xenofobia pensando que yo estoy en esta labor, pero ni modo, me hago el loco y siguen su camino.

Camino a la segunda entrega mi esposa ve una panadería abierta y decide llevarle también pan a sus otras hermanas con una espera molesta para mí y un protocolo de pago y entregadel pan riguroso sin contacto entre vendedor y comprador.

Hicimos la segunda y tercera entrega sin inconvenientes.  Cuando nos dirigimos al apartamento de sus padres decidí esperarla en un surtifruber a un par de cuadras por que ellos viven en una zona bancaria donde siempre hay policía y no quiero me soliciten la cédula.

Al cabo regresa feliz por la labor cumplida y volvemos a nuestro apartamento en camino al cual, muy cerca del mismo, hay un policía, no me intranquilizo por que ya estoy a menos de doscientos metros de nuestro apartamento y con la perra en su bolso. No me dice nada, este concentrado mirando su celular. Llegamos. En la entrada de nuestro edificio otro venezolano grita su ruego al que añade un par de verdades: yo se que me escuchan, mis hijos tienen hambre. Mi esposa le da unas monedas del vuelto del pan. Sin más novedad subimos al apartamento donde procedemos a poner todas nuestras ropas en la lavadora para irnos a bañar.

Está es mi tercera ducha del día ahora compartiendo el jabón y el chorro de agua caliente lo cual es un placer y un preámbulo a momentos gozosos al secar nos. Para terminar al final; disfrutando del  mismo almuerzo del día anterior. Es bueno evitarle  un poco de trabajo a mi esposa en la cocina. Los callos a la madrileña junto al arroz y la ensalada estaban en su punto y claro, el jugo de mandarina.

¿Qué más se le puede pedir a la vida cuando en medio del confinamiento se siente uno joven y feliz?







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